Breve introducción a Polillas en el cerebro.

Hace muchos años empecé a escribir una pequeña novela a la que aún no había puesto ni imaginado el título, eran retazos de una situación personal que se convirtió en una constante durante unos siete u ocho años. 

Apasionada de la psicología, también incluí fragmentos que se amontonaban en la memoria de mi infancia y adolescencia. Una visión de una niña o un niño no es la misma que la de un adulto y con los años compruebas que lo que se magnificaba entonces de una manera que escapaba a la vista, luego adquiere un tamaño normal. 

Por aquel entonces la ciudad en la que vivía era obscura, sucia y a veces hasta fantasmal. Las calles, con los años fueron cambiando, así como la decoración y la gente que la poblaba. Los comercios estaban limpios, pero daban sensación de polvo flotante y cajas de cartón y artículos amontonados en estanterías de madera. Igual pasaba con las tiendas de comestibles y demás. 

Paseaba con mi primo-hermano ( a quien llamaré, a partir de ahora hermano, puesto que los mejores años de mi vida los pasé con él descubriendo cosas que se escapaban a mi imaginación y las absorbía como una esponja absorbe el agua tibia de una bañera) y su padre por largas avenidas arboladas. Mi tío era un señor de la vieja escuela, con traje de chaqueta, chaleco y corbata, camisa impecable y terriblemente guapo. Recuerdo que siempre iba estirado, recto, mejor dicho, y con un aire misterioso y pensativo. Sobre todo en invierno y otoño, época en las que las lluvias eran puntuales y siempre bien agradecidas.

Mi hermano, un muchacho alto, muy presentable y extremadamente guapo con quien quería casarme, me sacaba de paseo casi a diario, generalmente por la tarde tras salir del colegio, y andábamos mucho, o al menos era lo que a mi me parecía, pues un paso suyo eran cinco míos. Aunque nunca me quejaba. Las rendijas de las paredes o los que entonces eran contadores de luz y agua, se convertían en casas de duendes, enanos y ninfas, hadas y otros seres mitológicos. Yo, en mi inocencia llamaba con los nudillos en esas puertas metálicas o de cualquier otro material y me quedaba observando con los ojos abiertos como dos lunas llenas. Otras veces, la mayoría, también acercaba la oreja y escuchaba los sonidos de dentro pensando, ingenuamente, que estaban escondidos porque el contacto con los humanos les daba miedo ya que, al ser tan diminutos, les podría matar al posar un dedo sobre ellos o sencillamente las hadas me podían morder y sumergirme en un sueño eterno del que no sabría si alguna vez lograría salir. Y él me decía: "es demasiado temprano para ellos; aunque haya poca luz no saldrán hasta la noche", así que nunca podía verlos... Y aún creo que existen o al menos eso quiero creer porque la imaginación de un niño cruza las fronteras de la fantasía; fronteras que con el tiempo, al hacernos mayores no nos atrevemos a cruzar y sería conveniente hacerlo más a menudo para nunca perder esa magia que ahora nos roban los móviles, los ordenadores, las tablets, la televisión y la tecnología en general.

Años más tarde llegó un terrible "veredicto" que afectó a toda la familia y me quisieron separar de él, algo que a día de hoy, han pasado más de 30 años, aún no han conseguido.

Fue entonces cuando seguía viéndole, a veces de forma clandestina y otras de forma consensuada aunque sin la total aprobación de mis padres y me seguía contando historias increíbles, cuentos, fantasías, relatos cotidianos que yo transformaba en historias que después transcribia con una caligrafía imprecisa en mis muchos diarios que poco a poco se fueron amontonando y llenando de polvo pese a que los metía en un buró bien cerrado con una llave para que nadie accediera a ellos. Diarios que con las mudanzas se fueron perdiendo o siguen escondidos en algún sitio. Diarios que nunca olvidaré en mi imaginación y que siguen clavados en mis retinas como si los tuviera en las manos en este mismo instante.

Fue a Barcelona a realizar sus estudios universitarios mientras yo continuaba con mis clases. Pese a ello, los fines de semana que se podía, quedábamos y volvíamos a las calles que lentamente se iban transformando para placer de algunos y disgusto de otros. Nos enviabamos, él postales y yo cartas, cartas con dibujos que colgaba en las paredes de su habitación de estudiante y me reclamaba con la excusa de que les gustaban mucho a sus amigos. Unas postales que yo, celosamente, guardaba en una caja.

Pasó el tiempo, el tiempo siempre pasa inexorablemente y no lo podemos detener. Dejó sus estudios tras el "veredicto" y por su incapacidad para concentrarse en temas tan complejos y trascendentales como dispares... Como los apuntes de sus profesores.


Pero creo que aquí debo dejar esta historia de mi niñez que tan solo conforma una parte de la novela y es demasiado personal y privada como para contársela a cualquiera.

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